Marta Sánchez

Alto, moreno, de grandes ojos celestes-transparentes, tenía una camisa de seda negra que dibujaba sus músculos y se abría poco más arriba del vientre para mostrar los pelos y los duros pectorales bronceados. Parecía Cannavaro. Apoyaba sus hombros cuadrados contra el portal.
-Tiene que ser él. –dijo la chica.
Se acercó y quedó a treinta centímetros de Cannavaro. Casi podía tocarlo con el escote.
Ella había elegido esa vereda de Palermo, donde había pasado un verano con Pietro Gentiluomo, un joven que después de haberla amado en la escalera le había confesado que era homosexual y se había ido con un argentino.
Cannavaro la agarró de los pelos y le abrió la boca con una lengua dura como un pescado. Ella quiso cerrar los ojos pero se le dilataron las pupilas tanto que pudo ver la piel del hombre como en un microscopio. El olor del otro la inundó y casi se desmaya de sensualidad. Cannavaro ya le había arrancado la ropa y la había puesto contra la pared.
Cuando terminaron el otro la vistió y la arrancó de la sombra llevándola de la mano.
Le dolía todo el cuerpo, no sabía si estaba feliz o vacía. Estaba tan despeinada que apenas pudo reconocerse cuando se vio reflejada en una vitrina.
Mientras comían se dio cuenta que sabía lo que él iba a decir. Se sentía estafada. Sin embargo, era exactamente lo que había comandado.
Había llenado el folleto de Amor Center, había pagado y ahora el hombre estaba ahí. Era encantador con esa sonrisa casi afeminada. Tenía la boca tan fina que por un momento ella tuvo miedo de que se le borrara.
Entonces se levantó, sabía que él pagaría la cena, que la seguiría. Sabía que no la dejaría partir, como ella había soñado.
Sin embargo se las arregló para alejarse de él y volver sola al departamento.
Volvió a consultar el site de Amor Center, la fabrica estaba en Barcelona, ¿Podría devolver a Cannavaro?
A lo mejor él estaba llorando en la puerta. Al día siguiente hubieran ido a bailar. En verano se habrían escapado a las islas canarias donde él le habría propuesto casamiento, pero en vez de disfrutar de eso estaba sola de nuevo, frente a la computadora.
Había estado muchas veces deprimida después de las peleas con su novio. Una palabra o un tono, un matiz en la conversación y de repente todo podía cambiar, como si todo alrededor fuera de papel y pudiera desaparecer de repente.
Se sirvió una copa de vino blanco, se puso un camisón y lanzó un disco de Dani Umpi.
En Uruguay Amor Center no tenía sucursales y había viajado a Europa solamente para comandar un chico.
Reservó otro para el día siguiente y se durmió casi borracha en el canapé.
Como a las nueve salió a correr y después perdió el tiempo hasta las dos que tenía la otra cita.
-Soy el objeto de tus deseos-Dijo otro clon de Cannavaro, detrás de la puerta.
Cerró y volvió al site web.
Amor Center proponía amantes a medida, ella había visto la publicidad en internet, una tarde en Montevideo, y se dijo que podría hacer un viaje y volver enamorada. Fue a visitar la fábrica a Barcelona. En una oficina recibían los pedidos que se presentaban como unas hojas de opciones que los clientes rellenaban. Una maquina leía los formularios y del otro lado de una maquina caían los hombres o mujeres deseados. Costaban entre mil y dos mil euros cada uno.
Ella ya había gastado cinco mil euros pero no había funcionado. Volvió a llenar un formulario. Esta vez cambió un poco sus criterios. En vez de deportista eligió intelectual, lo pensó un poco y subrayó los dos. Después cerró los ojos y empezó a marcar al azar.
Se fue a su casa y esperó. La cita era a las nueve de la noche en su casa. A las nueve y cuarto había vuelto a sentarse en el canapé y a abrir la computadora. Tenia un vestido negro con un gran escote. Dejó a un lado el collar de perlas que había comprado en Buenos Aires.
Poco a poco se fue durmiendo, mientras leía la noticia de un atentado en un país lejano…Apenas podía pronunciar el nombre…La despertaron unos golpes en la puerta una hora después. Abrió sin preguntar, estaba media dormida.
Lo esperaba un chico castaño que le llegaba al pecho.
-Perdón, es que estaba el metro cerrado, hubo un accidente en…
Ella lo hizo pasar desconfiada.
Tenía que llamar a la compañía de inmediato, esta vez sí tenían que devolverle el dinero. Al menos una parte. En dos días había gastado seis mil euros y ni siquiera le habían ofrecido el café en la sala de espera.
El chico se despatarro sobre el sillón y se puso a curiosear la computadora y el collar.
-Que, lindo ¿Son perlas de verdad?
Lo tenía en sus manos un poco como un mono, como si fueran dos etapas de la evolución, de un lado las manos torpes, del otro el brillo, el recuerdo de Buenos Aires.. ¿Cómo sacarlo de la casa?
El otro se sirvió el vino blanco que ella había dejado sobre la mesa. Le pasó una copa llena hasta el tope, de hecho, le derramó sobre los dedos y el antebrazo. El torpe agarró una servilleta para limpiarla y casi tira la botella. Se dio por vencido y dijo:
-Voy a poner música.
Buscaba en la radio y dejó una estación en la que sonaba Marta Sánchez.
-¿Te acordás de Marta Sánchez?
Ella pensó: ¿Era la rubia que cantaba desesperada?
-Era una española, toda asi…
Con los dedos dibujo una boca pulposa sobre su cara y unas curvas generosas alrededor de su cuerpo.
-¿No te acordas?
Ella sonrió. La había imitado muchas veces ante el espejo, cuando hacía calor en Tacuarembó y se quedaba sola en la casa de su abuelo.
Eran las tres de la mañana y seguían discutiendo si The Sacados era un grupo argentino o uruguayo. Ahora de daba cuenta de que el otro se parecía un poco al cantante de The Sacados, solamente que mucho mas petizo.
Se besaron mientras estaban bailando en la terraza, aunque la música molestaba a los vecinos que se pusieron a gritar.
Tres días después se fueron a vivir juntos a Montevideo. Una tarde estaban conversando y ella dijo que estaba contenta con la compañía. ¿Qué compañía? Dijo él.
-¡Amor Center!
-¡Que nombre de mierda! ¿Qué es?
Entonces ella le contó la anécdota. Fue horrible, el chico se desesperó, quería irse de inmediato de Uruguay, que ahora le parecía horrible. Ella le había contado de Pietro y de Cannavaro hasta llegar a él. Cuando se dio cuenta ya había dicho demasiado, él rompió un portarretrato contra el piso y pedazos triangulares de vidrios se dispersaron en el salón.
Lo vio desaparecer por el hueco de la escalera y segundos después cruzar la calle hacia la plaza.

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The Washington Capitals

Cempazúchitl (Washington, DC)

Como soy un tecnócrata neoliberal que trabaja en un organismo multilateral destinado a imponer el neoliberalismo en países donde la gente se muere de hambre, voy a empezar este post con datos. Porque esa es la entelequia que los tecnócratas usamos para engañar y robar: números, cifras, estadísticas.

La semana pasada, el Washington Post publicó los resultados de una encuesta en la que se preguntaba a los residentes de Washington qué equipo identificaban como el favorito en cada deporte. El 38% de los aficionados al béisbol dijeron apoyar a los Nationals; el 49% de los aficionados al fut americano dijo seguir a los Redskins; 51% de los aficionados al básquet, a los Wizards y, sorprendentemente, 72% mencionó a los Capitals, el equipo de hockey. Los porcentajes restantes apoyan a equipos de otras ciudades, y el cuestionario no incluía al DC United de «soccer».

Que casi nadie en DC apoye a los Nationals no sorprende por dos razones (aunque ir al estadio tiene mucha onda, como explicaré la semana que viene). No sé cuál razón sea la más importante, pero ahí van: en primer lugar que los Nationals son la reencarnación de los patéticos Expos de Montreal, un equipo al que nadie hacía caso aquí ni allá y que no tiene mucho presupuesto. La segunda razón tiene que ver con el perfil mayoritario del aficionado al béisbol: hombre blanco de clase media o media alta. La mayoría de los hombres blancos de clase media que viven en DC vienen de otras ciudades donde el béisbol es muy popular, por lo que es lógico que apoyen a los equipos de sus lugares de origen. No deja de ser significativo que los únicos partidos de los Nationals que se llenan son los que juegan contra los Phillies de Filadelfia, los Medias Rojas de Boston, o los Yankees de Nueva York, lo cual es muy triste…

Que sólo la mitad de los aficionados al fut americano apoye a los Redskins tampoco sorprende, tomando en cuenta lo que referí en mi pasada entrega.

Lo que sí es una novedad es el apoyo a los Capitals (en este fin de semana de Halloween me tocó ver una calabaza cortada con el logotipo de los Capitals, el cual me parece uno de los mejores logos deportivos en la historia por su excelente capacidad de síntesis). El hockey cayó de la preferencia de los estadounidenses en general después de las huelgas de 1994 y 2004-05. La huelga de 2004-05 fue la primera vez que una liga mayor estadounidense canceló toda la temporada en la historia del país. Un año fuera de los medios le dio un golpe espectacular al hockey, al grado de que hay gente que dice que el cuarto deporte más importante del país es el «soccer», detrás del fut americano, el béis, y el básquet. No estoy tan seguro de eso: en los últimos Juegos Olímpicos Invernales, la final de hockey, disputada entre Estados Unidos y Canadá, tuvo un rating bastante aceptable (casi tan alto como American Idol, que no es poca cosa), aunque, claro: no es posible saber hasta qué punto el éxito de la final se debe a la popularidad del hockey per se o la rivalidad deportiva entre Estados Unidos y Canadá (rivalidad que, dicho sea de paso, se reduce a los deportes de invierno).

¿A qué se debe la popularidad de los Capitals, entonces? Creo que a dos factores. El primero es que los dueños del equipo, que también lo son de los Wizards, le han metido una cantidad impresionante de dinero al equipo, tanto en publicidad como en jugadores. Además del logo, hay publicidad por todos lados. El equipo tiene un lema que resume las ambiciones de la dirección del equipo: «building the Nation’s hockey capital.» En cuanto a los jugadores, los Capitals tienen al equivalente de lo que sería el Real Madrid con Messi: un muy buen equipo en el que juega Alexander Ovechkin, un ruso que mete goles, se pelea, coquetea con las porristas, y da asistencias. Ovechkin ha sido reconocido como el mejor jugador de esta década por todas las revistas especializadas. Como resultado de la inyección de dinero, al equipo le ha ido  bien en los últimos tres años.

La segunda razón tiene que ver con el cambio en el perfil socio demográfico de la ciudad. Aún más que el béisbol, el hockey es un deporte de blancos. Como he comentado antes, la ciudad actualmente está en un proceso de «gentrificación» (eufemismo para decir «subir las rentas hasta precios que resulten impagables para los negros de tal forma que las viviendas sean ocupadas por blancos profesionistas con ingresos altos y estables»). Todos los jóvenes profesionistas blancos que están llegando a la ciudad pueden tener apartado su corazón para algún equipo de americano, de básquet o de béis, pero pocos crecieron siendo devotos de alguna escuadra de hockey, en parte por los problemas por los que la liga atravesó en los últimos 20 años. Los Capitals están acordes con la imagen del nuevo «DC-er» (léase disíer): ganador, ambicioso, cosmopolita.

Los Redskins, el símbolo de la ciudad que va de salida, también concuerda con la imagen de la ciudad que se desvanece: una ciudad incluyente, en la que el rico blanco de los suburbios se sentaba con el negro de los barrios bajos del sureste.

DC será cada vez una ciudad más blanca, más rica, y más exitosa, pero también más excluyente. Y ese público le pertenece a los Capitals.

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Los académicos

Aletz (Montreal)

Los domingos con sol le gustaba llevar su computadora a la cocina y escribir teniendo a la vista el arce que se tornaba rojizo en otoño y a quién ella llamaba, por eso mismo, Moloch, el primer demonio que acudió al llamado del Ángel Caído. Se sentaba a revisar los correos electrónicos que no había podido ver durante la semana y a husmear lo que hacían sus colegas. Samantha llevaba varios años investigando sobre las novelas de dictadura en Hispanoamérica, lo cual podía verse en su perfil de trabajo en la Universidad de McGill y en las publicaciones que realizaba en revistas académicas de Canadá y Estados Unidos. Era ya costumbre que sus colegas le escribieran correos electrónicos recomendándole libros o artículos sobre su tema de investigación. Además de presentarse como amigos atentos, estos mensajes les daban un aire de eruditos preocupados por el avance del conocimiento universal. Samantha no dejaba pasar la menor oportunidad para enviar, ella misma, mensajes del mismo tipo. Ese domingo de otoño descubrió que un colega, Víctor Urquidi, de una universidad mexicana de la frontera, se interesaba en el tema del narco en la literatura mexicana. Este va a estar fácil, se dijo Samantha, y después de dos búsquedas en las bases de datos de la universidad de McGill, conectada, a su vez, a las Libraries Worldwide, dio con dos artículos, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos y el Hispanic Journal de la Universidad de Indiana. Los bajó en formato PDF y envió en documento adjunto a su colega. Suerte con la investigación, Samantha.

Víctor Urquidi respondió a mitad de semana. Le agradeció su correo electrónico con los artículos adjuntos. No había reparado en ellos y le servirían muchísimo para su investigación. Para agradecerle, le envío un borrador de su propio artículo, y una liga con el programa de sabáticos que ofrecía su universidad, aclarando que, si Samantha se interesaba, él mismo podría servirle de apoyo en la solicitud. Se despidió con la sugerencia de que, a menos de media hora de su universidad, se comían las mejores langostas del pacífico.

Leyó el artículo sobre el narco en la literatura y le conmovió la manera en que Urquidi había entremezclado la teoría con sus impresiones personales, comparando la ciudad donde él había crecido de niño, con la ahora bañada en sangre. Creyó que esa visión sentimental compensaba las faltas que había notado en la bibliografía, y decidió invitarlo al congreso anual de hispanistas, organizado ese año en la ciudad de Montreal. Si decidía asistir al evento, ella podría indicarle la manera de solicitar una beca que cubriera los gastos del viaje y la estancia.

Urquidi se sintió honrado con la invitación, no conocía Canadá, y le encantaba la idea de un primer viaje acompañado de su colega de letras. Llevado por la emoción, le dijo a Samantha que había buscado y leído un artículo suyo sobre la nueva novela de dictaduras, escrita, entre otros, por Junot Díaz, y le pareció fantástico. Piénsate de veras lo de venir a hacer el sabático en la universidad, puedes rentar una cabaña a media hora de la facultad y a diez minutos de la playa; en invierno llegan las ballenas de Canadá, les podrás hacer compañía. Y terminaba con la clásica ironía de los hispanoamericanos, que a Samantha la hubiera avergonzado, si no los conociera tan bien: por los narcos, no te preocupes, sólo matan a los nacionales.

Esta vez Samantha verificó la zona en Google maps y vio algunas fotos en Google images. Imaginó la cabaña como las de las películas de Bergman, donde planeaba siempre un misterio. Antes de cocinar su lunch, revisó también el artículo al cual hacía referencia Urquidi, sobre Junot Díaz, publicado hace un par de años en una revista americana. Nada malo, le daba un buen giro a su tema de estudios que se venía estancando en los referentes de siempre, García Márquez, Roa Bastos, Carpentier; quizá podría adaptar el artículo para la introducción de su libro. Regresó a su cuenta de correo y le escribió a Urquidi. Hecho, nos vemos en dos meses en Montreal, ahí discutimos lo del sabático. Samantha se detuvo, lo pensó dos veces, y terminó por agregar: lo del sabático playero.

Quizá en la cabaña podría escribir su libro. Tendría la obligación de dar un par de clases a la semana, lo cual, en realidad, le serviría para socializar un poco. No era mala idea. En tanto que el artículo de Urquidi sobre el narco, seguro levantaría expectativas en el congreso. Muy probablemente los colegas que formaban el grueso del público, se verían decepcionados por la escasa bibliografía, quizá les daría pereza la metodología un tanto revuelta y barroca. Pero estaba segura de que al final del congreso, en la cena de despedida, Urquidi contaría las mejores anécdotas. Vaya que sí tenía tela de donde cortar.

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Fantasmas

 

 

 

 

Recién escribí este texto y después lo borré. Lo puse en “papelera” y la vacié. Eso me hace acordar la anécdota de Mark Twain que contaba que cuando nació tenía un hermano gemelo idéntico a él; como su madre no podía distinguirlos les ponía una pulsera de diferente color a cada uno. Un día, mientras estaban en la bañera se les cayó la pulsera y uno de los dos niños se ahogó, “de manera que nunca se pudo saber cuál de los dos murió, si mi hermano o yo.”
De la misma manera puedo decir que no sé si este texto es el que borré o el que estoy escribiendo ahora.
Quería escribir sobre los fantasmas, pero como decía en el texto que borré no tengo tiempo para escribir como se debe sobre el tema, ni la disponibilidad psicológica. Podría leerse esto como borrador de un texto sobre fantasmas.
Una vez escuché una entrevista de Alberto Laiseca en la que decía que cuando el niño no se puede dormir porque siente que hay un mounstro debajo de su cama, tiene toda la razón del mundo.
La frase es hermosa en sentido literal: Debajo de la cama hay un mounstro y el único que se da cuenta es el niño, y también podría simbolizar el “mounstro” que espera al chico en el futuro: La muerte de seres queridos, las enfermedades, muchos dolores…
En Córdoba encontré una tarde en la plaza a un hombre muy delgado, rascaba con los dedos (las uñas se doblaban) la piel del antebrazo. Había dejado una fuerte mancha roja. Yo estaba sentado al lado suyo y nos pusimos a conversar un poco. Después de un rato, y cuando se hizo evidente que no podía pensar en otra cosa que en su antebrazo, me dijo “una mancha imaginaria es mucho más difícil de sacar que una mancha real”.
Yo soy lamentablemente muy sensible a una clase de fantasmas. Son fantasmas oscilantes, a veces crecen y puedo tocarlos otras veces me olvido.
Había borrado el texto porque no quería hablar del tema, tenerlo en la cabeza. Prefería pensar en otra cosa. Pero llegado a cierto punto negar es la mejor manera de confirmar algo.
No sé en qué parte de la cabeza se alojan los datos, muchas veces, más que borrar ciertas partes me gustaría poder sacar el cerebro y dejarlo un tiempo reposando en agua, y después volverlo a poner.
En este caso no sé bien la historia que quiero olvidar. Son en realidad muchas historias. Cada vez que algo me la recuerda cierro los ojos, trato de pensar en otra cosa, pero no funciona. Los fantasmas me agarran de los brazos y me arrastran.
La primera vez yo vivía en un departamento en Córdoba, cerca de la terminal de bus, en la calle Balcarce. Vivía solo y teníamos un juego de llaves único.
Estudiaba arquitectura y aprovechaba los tiempos libres de los estudiantes para escribir. Esa tarde tenía cinco horas exactas para escribir (antes era muy ordenado…) y empecé un cuento sobre un hombre al que le sale un sarpullidlo en el costado, debajo de las costillas, después, algunos días después , se le cae un pedacito de carne y descubre una nariz, mas tarde unos ojos y una boca. Se suicida antes de que el rostro empiece a hablar. Todavía no encontré la forma correcta para la idea ni el final.
Escribí una hora y bajé a comprar algo para comer.
Cuando volví al departamento todo estaba ligeramente desordenado. Algo había pasado. Entre mis apuntes había frases que no eran mías.
Cuando estaba durmiendo me desperté con ruidos muy extraños. Vi una espalda cuadrada pegada contra la oscuridad, vi los cabellos morenos que se sacudían y traté de cerrar los ojos.
Cuando el fantasma se fue me sentí muy triste. Estaba como aturdido de un ruido que nacía en mis oídos y se expandía por todo el cráneo manchando la almohada con un líquido negro, las mandíbulas pastosas de la misma grasa.
Pasaron muchos días en los que no pude volver a sentirme bien.
Otra vez estaba en un concierto de Pedro Aznar y empecé a ver casi los mismos cuerpos desnudos alrededor mío, gimiendo, en contorsiones sensuales al ritmo de la música que había aumentado su volumen hasta hacerse más enorme que el teatro. La cúpula del auditorio saltó y vi todos los ojos que nos estaban mirando, a los fantasmas y a mí.
Salí del teatro y por la calle Trejo los fantasmas fueron desapareciendo.
Una vez en un parque escuché el teléfono de mi departamento que sonaba, mi departamento, que estaba a kilómetros de distancias y empecé a ver el fantasma de la casa, con los portarretratos, la cama, la mesa.
Fui a una psicóloga pero tuve que abandonarla cuando comencé a ver en su cara una calavera sonriendo. Me paralizaba. Intentaba hablar y mi boca estaba dura.
En Francia volvió a pasarme. En unas vacaciones en Cahors terminé vomitando después de horas de imagines intermitentes.
Una tarde iba caminando por place de Vosges y un fantasma se sentó al lado mío. Tenía una nariz larga y blanca, el resto del cuerpo se componía de planos blancos y huesos desordenados.
– ¿Querés ser un fantasma?
La propuesta no me pareció mal. Le pedí explicaciones, “es como un líquido” me dijo. Esa noche, efectivamente, sentí que me diluía. Me fui escurriendo, atravesé en forma de minúsculas gotas el colchón y después el piso, y antes de caer sobre la cara de la chica del sexto piso, me sostuve en el aire. La oscuridad me moldeaba y fui recobrando forma humana. Atravesé el muro y fui a la plaza. Un vagabundo empezó a correr al verme y me acerqué mas, comenzó a gritar…hasta que tropezó con el cordón de una vereda y quedó inconsciente.
Así pasaron muchas noches y van a pasar muchas más. Antes de escribir esto estaba desapareciendo, pero sonó el teléfono y tuve que volver para contestar. Era un fantasma, me dijo que teníamos que irnos todos al mar. Volví a diluirme, esta vez completamente y volé. En la calle había una multitud de fantasmas silencioso, volando hacia el mar.
Nos hundimos casi al mismo tiempo, pero el agua no sentía nuestro peso. Atravesamos mounstros marinos y montañas sumergidas…

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Una chica con camisa de cuadros, pintada de rojo

Pablo (Madrid)

Sábado noche cualquiera. El metro para ir al centro está repleto de gente disfrazada de sábado noche cualquiera. Sólo tengo que viajar dos paradas hasta encontrarme en el lugar de reunión con mis amigos. Paso al fondo y delante de mí hay una chica cualquiera que llama mi atención ligeramente. Lleva una camisa de cuadros rojos y rosas que termina cuidadosamente donde empiezan sus muslos, cubiertos por unos leggins negros. Su chaqueta, también negra, como sus zapatillas, me impide ver toda la camisa. De su cara, me impresiona un destello luminoso de rojo, un fulgor casi bermellón que resplandece en sus bien marcadas y definidas mejillas. En el punto más prominente de las mismas se encuentra el epicentro del destello, que luego se va difuminando a lo largo de su rostro. Sus labios son brillantes, muy rojos, tanto que es difícil imaginar la boca que hay debajo. La miro unos segundos pero no le presto mucha más atención. En la primera parada entra un aluvión de gente, carrito de bebé incluido, y me veo relegado aún más al fondo. Mi parada es la siguiente pero no espero a que el metro empiece a decelerar y me coloco cerca de la puerta, por si acaso. Llego detrás de la chica de rojo, le pregunto si va a salir y me dice que sí, por tanto espero tras ella, repasando su atuendo y su expresivo maquillaje. Salimos, caminamos paralelos hasta llegar a la calle y entonces cada uno por su lado.

Seis horas después. Mi noche languidece y me voy de nuevo a casa, pero en el autobús que me lleva allí se sube una figura que porta una camisa de cuadros rosas y rojos que llega cuidadosamente hasta donde comienzan los muslos, cubiertos estos por unos leggins, y con chaqueta y zapatillas negras. No puede ser, me digo. Es. Y sin tiempo para pensar en el cúmulo de casualidades causales que nos han llevado al mismo medio de transporte público de nuevo o para imaginarme su noche en comparación con la mía, me doy cuenta de que ya no hay destello ni luminosidad en su rostro, su cara ya no es roja. No sólo eso, está impoluta, no lleva maquillaje, nada, había desaparecido por completo, no tenía el pintalabios corrido por un beso o rimel en las mejillas por unas lágrimas, su cara estaba inmaculada, algo cansada, pero nada demacrada como suelen ir las caras a esas horas un sábado noche cualquiera. Y empiezo a pensar qué puede suceder una noche para que una chica la empiece con tan cuidado y llamativo maquillaje y la termine sin absolutamente nada (huelga decir que era mucho más guapa en su versión descolorida). Entonces, en medio de las cábalas y los mundos posibles que se me iban apareciendo, ella decide cortarlos de cuajo y bajarse dos paradas después de subirse, en la misma calle, tras un trayecto que perfectamente se puede hacer andando en algo menos de 10 minutos.

Probablemente su cara cansada la subió al autobús, y su cara sin pintar la bajó de él. Y yo dejé de pensar en historias ya manidas para imaginarla en un baño, quitándose el pintalabios corrido por un beso indebido o el rimel por unas lágrimas inmerecidas, y diciéndose, sin esto, me sobra todo lo demás. Y luego saliendo ya sin máscara ni sábado noche a la calle, caminando hacia el autobús para juntarse de nuevo conmigo, y así colocarme tras ella y caminar en paralelo.

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The Redskins

Cempazúchitl, DC

Se puso de moda hablar de deportes en este blog.

Para seguir con la corriente, les cuento que el domingo pasado estuve en el partido de los Red Skins contra las Águilas de Philadelphia. En varias ocasiones he enfatizado el hechod e que en DC no hay una comunidad, algo que aglutine a la población de la ciudad. Lo que hay es un mosaico de 7 u 8 grupos de gente que más o menos conviven entre sí, y una underclass de negros.

Los 80, cuando DC estuvo en uno de los momentos más bajos de su historia, fueron los tiempos dorados de los Redskins. El equipo le dio un soplo de esperanza y orgullo a la ciudad, algo así como los atletas cubanos, único orgullo de una sociedad cada vez más empobrecida (aunque, a diferencia de los cubanos, los Redskins no son los juguetes particulares del gobierno de la ciudad).

Todo esto cambió hace unos años, cuando un tipo llamado Daniel Snyder compró el equipo en 1999 y lo despojó de su mística para convertirlo en una máquina de quitarle dinero a una de las aficiones más fieles del país. El City Paper, periódico gratuito multileído en DC publicó hace poco un artículo sobre Snyder y sus desventuras que fue ampliamente comentado y referenciado a nivel nacional. Snyder demandó a la publicación pero eventualmente desistió. Los fans de los Redskins han hablado de boicotear  Snyder durante años con poco éxito, en parte porque todavía quedan nostálgicos de los 80, pero en parte también porque la experiencia de ir a un juego de la NFL es muy disfrutable, como lo vi la semana pasada.

Nada más salir del metro, hay activistas sociales con pancartas diciendo «American Natives are not sport teams mascots«, haciendo referencia al nombre del equipo, considerado denigratorio para los indios de este país. En el estadio hay mucho ambiente; se ve a los Estados Unidos profundos, cosas que uno por lo general no ve haciendo a los gringos a menos que estén fuera de su país: gritar, insultar, abuchear al rival, comportándose sin civismo; en términos gringos; being mean. La banda se puso frenética porque el quarterback del equipo rival tuvo que salir por lesión; gritaron con cada jugada, y lloraron cuando era evidente que los Redskins iban a perder (el quarterback tuvo una actuación deplorable con 4 intercepciones y menos de 300 yardas).

Ir al estadio de americano sirve para humanizar a los gringos, ver que los springbreakers no son el prietito del arroz de una sociedad que se cree perfecta. Los gringos rompen la ley y son tan vulgares (o más, incluso) como el que más. La única diferencia es que en su país tienen un marco legal muy estricto y respetado. Pero esa no es una diferencia mejor.

De todos los deportes que tiene esta ciudad he ido a todos salvo al basketball y al fútbol; este último por higiene. La semana que entra hablaré del hockey, que amenaza con destronar al fútbol americano como símbolo de la ciudad tras la patética administración de Snyder.

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La ética de Kant

Aletz (Montreal)

Viene de Henry Cavillo

Qué es la virtud, se preguntó Henry Calvillo, sentado en una banca frente al río San Lonrezo en la ciudad de Montreal.

Y recordó a Samantha. Al inicio había sido una de tantas fans que acudían al estadio durante el entrenamiento y se cruzaban con ellos en su camino a los vestidores. Saludaban a un jugador esperando a que se detuviera. Si lo hacía, bromeaban con él hasta que el utilero amenazaba con las llaves en alto. El jugador se despedía con la obligación de dejar el equipo, pero antes, las chicas lo invitaban a una fiesta y le daban su teléfono. Samantha llegó sabiendo lo que buscaba, pero nunca creyó que las cosas pudieran llegar tan lejos.

Al verlos acercarse a la salida del estadio, escogió, entre todos, a Molina.

“Gorila, Gorila,” le gritó ella, como lo festejaban los altavoces durante un partido. Y el Gorila Molina se detuvo, la saludó sin conocerla, y sin importarle tampoco.

A Samantha le había gustado su apodo, la forma de su máscara (con mica cromada), y la manera en que lo había visto gritar durante el entrenamiento. El Gorila no era el mejor linebacker cuidando a sus corredores, en ocasiones el fullback lo bloqueaba muy fácilmente. Su velocidad combinada con su astucia, lo hacía, sin embargo, el mejor cazador de quarterbacks. Los había reventado por la espalda, cara a cara y en el momento en que creían poder lanzar un pase. Balón suelto, intercepción, bloqueo, y para desgracia del contrincante, conmoción del quarterback despatarrado sobre la hierba. Ese era el Gorila Molina. Pero fue ella quien lo busco y quiso desentrañar su lado humano.

Salieron esa misma noche, con amigas, a tomar unas cervezas en el bar del hotel W, uno de los más caros de Montreal. Roto el hielo, buscaron una fiesta en el barrio alrededor del Mont-Royal. El Gorila dirigió el grupo, no se es titular del equipo de futbol americano de la ciudad para que falten después las maneras de divertir a unas chicas. Llegaron a una casa a pie del monte, en Maplewood. Bebieron, bailaron, Samantha saludó a desconocidos y perdió de vista a sus amigas. Allá ellas, se dijo, y tomó otra copa de vino blanco espumoso. Con la excusa de adentrarse al jardín de la casa, que conectaba por un sendero con las faldas del monte, el Gorila la sacó de la fiesta. Una vez solos, la replegó junto a él y dejó de pensar.

Calvillo lo había hecho, salir a fiestas con fans, beber de más, coquetear con alguna de ellas. Calvillo era el quarterback titular de los Allouetes de Montreal, apenas en su segundo año. Calvillo podía hacer lo que quisiera. Pero había un límite. Actuar creyendo en que tu actuar puede convertirse en una ley universal, actuar creyendo en la humanidad como un fin en sí mismo y no un medio, actuar creyendo que la felicidad es posible, porque si no lo es, qué caso tiene seguir, qué caso tiene la virtud. Calvillo había leído a Kant, y por eso sabía que había un límite y un castigo a quien lo cruzara.

Así que cuando se enteró de lo sucedido esa noche entre el Gorila y Samantha, buscó a su compañero, y en lugar de encontrarle vergüenza o remordimiento, le encontró una sonrisa. Cara a cara, le soltó un derechazo, que lo plantó contra la utilería. Se levantó el Gorila enfurecido, hubo jaloneos, mentadas de madre, llamadas al entrenador, y ahí quedó la cosa.

Pero no bastaba, no era reparación suficiente. Cuál era el caso de entender a Kant, si Calvillo no hacía nada. Entenderlo no lo hacía mejor persona, al contrario, lo obligaba a cumplir. Reparación, no porque el Gorila le había hecho algo a él, había hecho algo contra una ley universal, contra Kant y contra una chica que había confiado en un jugador profesional.

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Danone Nations Cup

Pablo (Madrid)

La Danone Nations Cup es el nombre de lo que probablemente en unos años se convierta de manera oficial en el mundial de fútbol alevín, (niños de 10 a 12 años). Es una competición anual y su undécima edición tuvo lugar en Madrid.

La competición está organizada de tal manera que ningún equipo queda eliminado como tal, ya que todos los equipos juegan el mismo número de partidos y según los resultados, se determina una clasificación final del 1 al 40.
El torneo lo ganó Brasil (los propios chavales decían que eran los favoritos antes del torneo) en una final donde barrió a Tailandia, la sorpresa de la competición. Chile quedó tercera y Rusia cuarta. Aunque en un torneo así, lo de menos es el fútbol.

Y más allá del Fair Play, la amistad, los contrastes culturales, el gozo del jugar por jugar y el buen ambiente que hubo durante los tres días de torneo, lo mejor, como siempre, fueron las anécdotas.

Senegal y Canadá eran los que apoyábamos (junto a España, claro) desde la organización porque eran los únicos equipos en los que había chicas. Los rituales previos a los partidos eran una emulación de los rituales de las selecciones absolutas; los equipos africanos calentaban haciendo coreografías, Nueva Zelanda hacía la haka y México hacía un corro y rezaba. A ellos parecía que era los únicos a los que les funcionaba, hasta que llegó Brasil y les ganó en cuartos.

Los miembros de la organización, los coordinadores y los entrenadores se unían al ambiente festivo, hacía buen tiempo y en general todos disfrutaban, especialmente uno de los árbitros, que utilizó el torneo para intentar ligar con cualquier mujer que hubiera por allí, ya fuera la coordinadora del equipo bielorruso, la responsable de información y resultados del torneo o la camarera del servicio de catering. Lo hacía muy a la española, con una simpatía algo impostada y una labia interminable. Evidentemente, no tuvo éxito.

La fiesta del torneo estaba a cargo de los turcos y los hispanoamericanos, en especial los argentinos, que no paraban de cantar que iban a ganar, pero perdieron en octavos de final. No había gente de muchos países animando aunque los que vinieron se hicieron notar, especialmente los rumanos, portugueses y uruguayos. Un capítulo especial lo merece la afición española, a la que no dejaron entrar a los campos de juego y veía los partidos detrás de una valla o encaramados a unos columpios.

El padrino del torneo era Zinedine Zidane, que apareció el último día para ver los partidos finales y para hacerse una foto con los chavales, aunque en el momento de su aparición el equipo de Arabia Saudí se levantó corriendo, rompiendo una formación de 250 chicos bien ordenados, y empezó a gritar ¡Zidane! y fueron a tocarle la espalda y la calva, lo cual desencadenó una reacción de estampida hacia el francés, que obligó a la seguridad del torneo a escoltarle a los vestuarios, ya que en cuestión de segundos se vio rodeado por los 250 niños agitados que intentaban tocarle, y se empezó a poner nervioso. No hubo foto.

En los descansos, los chavales montaron un mercado de intercambio de banderines, donde trataban de coleccionar las banderas que se entregaban antes de jugar los partidos. Las comidas eran el campo de batalla de la guerra psicológica de cánticos, donde parecía más fuerte el que más alto gritara y donde Senegal calló a los demás cuando empezó a hacer una melodía de percusión sólo con los cubiertos, los platos, las bandejas y los vasos que dejó a todo el mundo fascinado.

El último día todos los partidos se jugaron en el Santiago Bernabéu, donde fueron unas 40.000 personas, casi todo padres con hijos. El estadio por dentro es algo gris, sus entrañas son como un pequeño laberinto donde todo es igual y la señalización es algo confusa. Los palcos, nos dijeron, sólo se utilizan para hacer negocios. Eso sí, a pie de campo resulta tan imponente como se deja ver desde fuera.

Y por último, para recordar a los niños del equipo de Haití y a la monja que los cuidaba, que estaba tan taciturna como ellos, dejo una foto. ,

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Henry Calvillo

Aletz (Montreal)

Al batir el record de más yardas por pase en un año, Henry Calvillo creyó responder a la pregunta que, veinte años antes, se había planteado en la soledad de su cuarto, tras haber cerrado el libro de los diálogos de Platón. Qué es la virtud. A sus quince años, Calvillo había buscado la respuesta en la ética, las misas del domingo y en la Biblia. Nunca creyó encontrarla en el emparillado de futbol americano.

La respuesta no era, por otro lado, clara ni concisa. No podía escribirla en una frase. Tenía que contarla en una historia, la de sus veinte años en el deporte. Los años que mediaban entre esa primera inquietud y el momento en el que se sentó en la banca frente al río San Lorenzo, en la ciudad extranjera de Montreal, y se dio cuenta que lo había logrado.

Fue su amor a ella, y el valor al haberlo confesado ante la desaprobación de sus padres y el escarnio de sus compañeros de equipo, lo que le abrió la puerta. El amor a la filosofía. Para él los dos mundos formaban un solo conjunto. Ese instante de lucidez al entender un razonamiento, tenía en su caso también una cifra: 92.3, su porcentaje de efectividad de pases completos. Nunca tuvo una duda, pero sí tuvo miedo. Miedo al ridículo, al fracaso y al descubrirse incompetente, tarado, mediocre.

A sus dieciocho años, visitó el departamento de filosofía de la universidad de las Américas en Puebla, un poco a escondidas de sus padres y amigos. El profesor Amadeo lo recibió con alusiones a la gran cantidad de chicas que estudiaban la carrera y la necesidad de compensar el estudio con el ejercicio corporal. Aquello le bajó el ánimo, se dio cuenta que lo veían como a un bicho raro, un extranjero. Los músculos, la apostura, quizá la manera de hablar y tratar a la gente, no podrían perdonárselo.

Pero, ¿le importaba? Si iba a ingresar a la universidad con beca completa, y se avecinaba una de las peores luchas de su vida por el puesto de titular de quarterback en una universidad con varios campeonatos nacionales, le importaba dar explicaciones. Debía seguir leyendo a los autores que amaba, y debía seguir acertando pases en el emparrillado. Tendría éxito en la vida, y, con entrega y amor a los libros, podría incluso entenderla un poco.

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Los niños del equipo de Haití

Pablo (Madrid)

El pasado fin de semana se celebró en Madrid durante tres días la Danone Nations Cup, que aunque no es una competición oficial, está avalada por la FIFA y está considerada como el mundial de fútbol de categoría alevín (niños de 10 a 12 años). 40 selecciones de todo el mundo se reunieron para disputar el campeonato en campos de fútbol 7 y partidos de 15 minutos, y yo tuve la suerte de trabajar para los medios de la organización, aunque del torneo, lo que sucedió y sus anécdotas escribiré la semana que viene.

Antes quería comentar una de las situaciones más sobrecogedoras que he presenciado en mucho tiempo. De todas las selecciones que participaban había tres que estaban rodeadas por la tragedia. Senegal perdió a su entrenador días antes del torneo, el equipo japonés que quedó campeón nacional y jugó aquí provenía de una localidad afectada por el tsunami, y por último, la selección de Haití.

Los niños del equipo de Haití eran flacos y menudos, muy pequeños en comparación con los niños de otras selecciones, tenían poco pelo y sus cabezas parecían huevos de avestruz que reposaban sobre la peana de sus estrechos cuellos. Habían llegado aquí invitados por la organización, quedaron últimos, perdieron todos los partidos, recibieron 23 goles en contra y no marcaron ninguno. Sin embargo, todo el mundo les quería. Muchos chavales se acercaban a hablar con ellos y darles ánimo, más que a los chicos de cualquier otra selección. Cuando entraban en el comedor, de manera espontánea, el resto de equipos dejaba de comer y los todos empezaban a gritar `¡Haití, Haití!´ mientras estos pasaban a por la comida. En los partidos, el público, sin importar la nacionalidad, siempre les apoyaba y abucheaba cuando recibían un gol. El equipo de Australia, después de ganarles, incluso les hizo el pasillo para aplaudirles. Pocas veces he podido encontrar tantas muestras tan sinceras de cariño hacia un grupo (aquellos niños que les animaban y hablaban con ellos no mentían), de niños o de lo que fuera. Y nunca he visto que ante algo así no apareciera una sola sonrisa en ninguno de los que las recibían.

Aquel equipo parecía sumido en una tristeza profunda y perenne, como si no fueran capaces de desconectar de la mísera situación que viven en su país. Andaban taciturnos, algunos con la cabeza agachada, y no había nada que ningún chaval de otra selección pudiera hacer para que eso cambiara. Al jugar corrían y luchaban, había ganas y espíritu competitivo, pero física y técnicamente eran muy inferiores a todos los demás y eso, al final de los partidos, llegaba a desanimarles. En cambio luego, en los descansos entre los partidos continuaban apáticos, ni siquiera cuando les aplaudían o coreaban respondían con un gesto de agradecimiento, cuando les venían a chocar la mano, lo hacían y luego simplemente seguían hacia delante como si aquello no tuviera que ver con ellos. Y eso me desconcertaba y me entristecía muchísimo cada vez que lo presenciaba. Comentaba todo esto con la operadora de cámara que me acompañaba pero ninguna de las múltiples explicaciones que barajamos me convencía del todo, porque parecía inverosímil, casi surrealista, que no se les viera disfrutar cuando tendrían que haber sido los que más lo hubieran hecho.

Personalmente, tuve la oportunidad de hablar con algunos de los chavales de muchas de las selecciones, aunque no me atreví a hablar con los de Haití, ni siquiera para hacer los vídeos de la organización. La congoja que me producía pensar en lo desolador de la situación que tenían que estar pasando en su vida, y que esa situación fuera tan devastadora como para que no se regalaran unos momentos de alegría, en otro país, haciendo deporte y jugando con chicos de su edad que no paraban de animarles y estar con ellos, hizo que no me atreviera a acercarme, y mucho menos con una cámara delante. Al fin y al cabo, qué me iban a decir, qué podía averiguar, qué iba a provocar yo en ellos que no hubieran hecho antes los chavales del resto de selecciones. Así que me limitaba a observarles esperando ver un gesto de ánimo, pero fue inútil. Sólo espero que sonrieran cuando yo no podía estar pendiente de ellos y que esto fueran sólo coincidencias, aunque tengo la sensación que por lo que presencié, si las hubo, y espero equivocarme, no creo que fueran abundantes ni prolongadas. Confiemos en que en la fiesta de despedida que les preparó la organización pudieran disfrutar, sonrieran y se olvidaran por un momento que un avión les iba a llevar de vuelta a su país.

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