Daniela (Cochabamba)
Cuando mi abuela salió de su pueblo sólo se llevó con ella muchas historias. Historias extrañas, llenas de personajes sombríos, de mujeres seducidas y condenadas por el demonio. Historias de noches oscuras, más oscuras aún que aquella que hoy se deja ver por la ventana de la cocina, donde estamos ahora. La abuela comienza el relato, debajo de la mesa mi hermana me sostiene fuertemente la mano:
Hace bastantes años atrás, existían en mi pueblo dos mujeres cincuentonas. Las solteronas del pueblo. De jóvenes habían sido atractivas y tenían algo de capital, pero nunca consiguieron quién se fijase en ellas. Eran venenosas, tan ponzoñosas como las culebras que solían aparecer en verano. Recuerdo verlas caminando con sus velos, persignarse constantemente frente a la Flor.
La Flor era una mujer que había quedado viuda y en la miseria, no le quedó más remedio que “darse a la vida alegre”, como decían en el pueblo. Yo quería a la Flor, era buena con los mendigos viejos y con los perros callejeros. Por eso me llenaba de rabia cuando las dos hermanas se hacían la señal de la cruz delante de ella, sólo por molestarla, sólo por hacerle daño. Cruzaban a la acera del frente para no toparse con ella. Gozaban mirarla de reojo. Cuchicheaban, abrían sus enormes bocas y las palabras venenosas resbalaban como baba por sus quijadas.
Eran malas. Hacían eso con la Flor y con el resto del pueblo: “Petrona es escoria”, “don Hugo un mujeriego”, “la tal Luzmila no es más que una muerta de hambre y su marido un vividor”, “ la Rosita ¡ja! de santa no tiene ni un pelo”, y no olvidarse del “farmacéutico, ése que tiene pacto con el diablo, sino, cómo explicar tanta plata”…
Y así, las dos hermanas no perdían oportunidad para husmear en la vida de los demás, siempre sentadas al lado de la ventana, levantando un poquito la cortina, el ojo vigilante e inexorable del pueblo. Un día, mientras las hermanas espiaban desde su casa a Charo y a su novio que paseaban en la plaza del frente, alguien tocó su puerta. Al abrirla, a las hermanas se les desorbitaron los ojos, se les torció la lengua, se les palideció la piel.
Delante de ellos, una figura enorme y extraña se levantaba. Un ser que podría haber sido hombre, mujer o animal. Traía una larga túnica tan negra que parecía que la muerte misma estaba encaramada a ella, la eternidad de la nada, el vacío absoluto. Cuando las hermanas trataron de mirar la cara del ser, dicen que vieron el origen y el final del mundo, dicen que vieron el rostro mismo de la maldad.
- A media noche vendrá por ustedes.
¿Quién? ¿Quién vendrá por nosotras?, balbuceaban. La figura se marchó. Las hermanas corrieron a la Iglesia, lloraron, suplicaron algún remedio, prometían donar todo lo que tenían a la santa institución, prometían peregrinar de rodillas hasta el santuario más alejado. Lo prometían todo y se retorcían de terror cuando recordaban la cita, cuando veían el reloj avanzar como si tuviera prisa, como si estuviera ansioso porque llegue la media noche.
- Belcebú…el ángel maldito vendrá por ustedes.
El sacerdote miró con horror a las hermanas. No podían permanecer en la Iglesia. No encontrarían refugio por ninguna parte. No podían escapar ni esconderse. Estaba dicho, estaba hecho. La media noche llegaría a menos que…
- A menos que qué…-suplicaban las hermanas al sacerdote.
- Reúnan todos los niños recién nacidos, aquellos que hayan venido al mundo hace a penas pocas semana. Almas pura. Aún ángeles. Reúnanlos a todos en su casa, rodeados de velas y nardos. A media noche, exactamente a media noche, lo niños deberán llorar. El llanto del alma pura debe espantar al Maligno…y quién sabe, quizás no vuelva…
La noticia se esparció rápidamente por todo el pueblo. Las mujeres se negaban a llevar a sus hijos, los hombres decían que se lo merecían por chismosas y venenosas. Decían que su lugar era el infierno, así tal cual lo imaginamos. Con sus cavernas oscuras, sus llamas de fuego, sus gritos resonando a lo lejos. Sin embargo, al ver a las dos hermanas,- dos almas condenadas vagando por las calles, tocando desesperadamente las puertas, más muertas que vivas-, las mujeres sintieron pena en el corazón.
A cinco minutos de la media noche, se habían dispuesto las velas y nardos. Las madres sostenían a sus hijos, conteniendo su llanto para que éste sea oportuno. A un minuto para las doce, la casa se enfrió repentinamente y las hermanas sintieron una enorme tristeza, parecía que todo el aire del mundo se había agotado, que la nada comenzaba a crecer desde sus vientres. No recordaban el amor, ni la compasión, ni la alegría. Todo se oscureció y un olor a azufre invadió la habitación. Sonaron las campanas y, apenas con un poco de fuerza, las mujeres les dieron un pellizco a sus niños. El llanto se escuchó en todo el pueblo. Un llanto al unísono que después se convirtió en canto mágico de pájaros y de cigarras.
Las hermanas sintieron regresar el aire mientras un olor a nardos invadía poco a poco la habitación y las casas de todo el pueblo, llegando incluso hasta mi ventana. Los niños dejaron de llorar y después durmieron plácidamente hasta el amanecer.
- ¿Entendieron por qué vino a buscarlas a ellas?, pregunta la abuela.
Mi hermana y yo asentimos con la cabeza. Nuestras manos transpiradas y adoloridas siguen sosteniéndose la una a la otra. Le prometemos no ser curiosas ni chismosas. Le prometemos ser buenas. La abuela sonríe satisfecha.