Crónicas pastafarias

Harold (Bogotá)

Esta mañana salí muy temprano a hacer investigación para una novela. Digo investigación, pero esa es sólo una forma de hablar. En realidad salí a seguir extraños. No diré que hablé con alguno, pues mis intereses antropológicos no son tan elevados, simplemente pensé en elegir algunos individuos al azar y hacer con ellos un trayecto de su recorrido diario, tratar de ver cómo se comportan durante un tiempo y prever de todo esto alguna historia subyacente y, quien no diría, interesante.

Empecé con un anciano que me encontré en la parada del bus, llevaba un diario viejo bajo el brazo, una vieja y raída chaqueta de cuero y un sombrero negro. Subió primero al bus y consiguió sentarse en uno de los lugares de atrás. Yo me quedé observándole desde la parte de adelante. El viejo miraba por la ventana y tal vez se preguntaba por qué la ciudad había cambiado tanto. A mí me gusta pensar que tal vez sentía nostalgia por esa Bogotá en la que los ciudadanos eran más elegantes, en la que el frío y la lluvia hacían de los habitantes seres más reflexivos y apertrechados. De vez en cuando miraba insidiosamente a los demás pasajeros, parecía traer consigo un odio infinito por cualquier otro mortal, y, sin embargo, pensaría a su vez en la condición de anciano que tenía que soportar. Yo me distraje brevemente viendo una mujer hermosa que también miraba al viejo, pero en su rostro sólo había condescendencia. Quizá el anciano crea como yo, que la condescendencia es una carga demasiado pesada como para ser un regalo; la mujer me observó observándola y me regaló una mueca de fastidio, creí por un segundo que tal vez debería seguirla a ella, pero deseché la idea por completo. El anciano bajó en el centro y se dirigió a una de las bancas de la plaza de los periodistas, de inmediato supe que tardaría unas tres horas en terminar el crucigrama. A lo lejos, un muchacho se dirigía hacia nosotros con un traje que parecía prestado, paró levemente a reacomodar sus cordones, dejó caer la carpeta en la que traía su hoja de vida. Una hoja azul que tenía un fotografía en una esquina se deslizó ante sus ojos y dio un par de giros en el aire antes de caer, por el lado de la foto, sobre el polvo del asfalto. Pensó “mierda, la hoja”, pero no dijo nada. La recogió con rapidez, evitando que algún otro transeúnte la dañara de algún modo peor. Lo seguí hasta un edificio de oficinas en la calle 11. En el ascensor me reconoció y se sonrió apenado al descubrir que yo le había visto dejar caer la hoja, quizá pensó que yo también iba por el empleo que ofrecían y bajó la mirada. En el corredor del quinto piso nos esperaba una fila de otros jóvenes con trajes prestados. No hice la fila y tampoco pregunté de qué era el empleo, sólo me adelante hasta la puerta de donde emergían los muchachos, era un buffet de abogados. Creo que quiero decir que era un bufete y no un bufé, pero en la placa de la puerta decía así “buffet de abogados Daza y co.” Pensé en hacer un chiste de eso, pero fui incapaz. Cuando vi la fila de nuevo ya habían llegado otros jóvenes con sus hojas de vida, perdí al mío. No supe quien de todos era el de la hoja empolvada, desistí.

Visiblemente afectado por el fracaso de mi investigación, pues de inmediato supe que cualquier otro intento de seguir desconocidos sería infructuoso, decidí ir por las escaleras, caminar un poco y volver a casa a dormir un poco. Cuando iba por el segundo piso del edificio un ruido de metales que se chocaban me sobresaltó, el ruido provenía de una de las oficinas en medio del pasillo. Me dije, son como espadas que se cruzan, hay un duelo en este piso. Seguí despreocupadamente el sonido del metal esperando, por supuesto, decepcionar mi idea primera. Mucho más sorprendente que la oficina para cenar abogados fue descubrir que en efecto dentro de la oficina 204 un par de tipos jugaban a chocar sendas espadas medievales. Un gordo cuarentón y otro no mucho más joven me cerraron el paso. Usted cree en dios, me dijo el gordo, no, no cree, le dijo el otro. Antes de que pudiera dar forma a una respuesta los tipos ya sacaban sus conclusiones. No, dije. Ves, le dijo el otro al gordo, es fácil saber, se le nota en la cara. No sabiendo mucho porque permanecía allí les dije, está bien ya me iba, di un par de pasos y el gordo me agarró por el hombro. No, usted cree que se equivoco de piso o que está aquí por casualidad, pero no es así. ¿Ah no?, le dije. No, dijo el otro, todo es cosa del MEV. ¿El MEV? Sí, el MEV, somos pastafarios. Recordé, entonces, que ya había oído de ellos. Una religión de broma que utiliza las mismas falacias lógicas de la iglesia para exigir su verosimilitud: si no puedes probar que algo no existe, entonces existe. Leí en alguna parte que un profesor de física en los Estados Unidos construyó esta pseudoreligión como una forma de protesta frente la obligatoriedad de la enseñanza religiosa y contra las religiones convencionales, excelente iniciativa que ya había comenzado tiempo atrás Russell.

Ah, le dije, ustedes creen que el universo lo creó un monstruo de pasta. El Monstruo de Espaguetti Volador, me corrigieron. Usted cree que somos una religión de broma, pero se equivoca. No, les dije, es sólo que no me interesa mucho el asunto de las religiones, soy más bien agnóstico. Se rieron. Otro más, dijo el gordo, no se puede ser agnóstico, y no somos una religión de broma, se lo aseguro. Yo no quería sostener una discusión teológica con unos tipos que estaban visiblemente chiflados, pero por alguna razón les dije, ¿no se supone que el pastafarismo debería servir como argumento para desenmascarar el engaño de las religiones? Rieron de nuevo. No crea que nos hemos enloquecido, dijo el otro, pero le probaremos que tenemos razón, el martes habrá una reunión en la que podremos contestar todas sus preguntas. El gordo corrió dentro de la oficina y esculcó en unos viejos estantes. Léalo, me dijo mientras me entregaba un libro, es el evangelio del MEV, si decide volver ya hablaremos de todo, ahora por favor márchese.

Me echaron de su oficina como si yo hubiera ido a buscarlos. En fin, bajé el último piso y comencé a leer. He leído cuanto he encontrado en la internet, nada parece nuevo, sólo una forma de parodiar las ideas y conductas de muchos fanáticos religiosos, me han parecido, incluso, ingeniosas ciertas posturas, pero más allá de eso todo me parece un juego bastante obvio. Me pregunto si en verdad estos tipos habrán hecho de este divertimento una iglesia, o si sólo querían tomarme del pelo. Leeré el evangelio de nuevo y volveré el martes al edificio de la 11.

Acerca de sietecuidades

Siete cronistas para siete ciudades. Los lunes Federico desde Buenos Aires, Pablo desde Madrid los martes, desde Taipei los miércoles Iker, en movimiento trashumante desde la Ciudad Autónoma de Mis Zapatos Juliat cada jueves, Sergio desde Nueva York los viernes, desde Beijing llega los sábados Guille, y los domingos Daniela desde Cochabamba.
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3 respuestas a Crónicas pastafarias

  1. Dorian Gray dijo:

    Que la fuerza te acompañe, larga vida y prosperidad, Ramen.

  2. Pablo dijo:

    Ánimo con tu novela, será un gusto leerla. Y suerte el martes en el edificio de la 11.

  3. Aletz dijo:

    Esa novela pinta para un gran festín! Enhorabuena!

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